Amor
Amor es una palabra ampliamente conocida en todas las culturas. Aunque se la utiliza en múltiples sentidos en muchos casos se ha trivializado su uso atribuyéndosele una serie de significados equivocados. Poetas, filósofos, músicos y escritores de todos los tiempos han escrito, reflexionado y cantado sobre el amor.
Como creyentes reconocemos la centralidad del amor en el mensaje de la fe cristiana. Las Escrituras presentan una abundante variedad de referencias al amor no solamente como una virtud cristiana sino especialmente como la esencia misma de Dios (1º Jn. 4:8). Evidentemente el tema del amor de Dios por el ser humano es el hilo conductor de toda la Biblia y nos revela un Dios que, conforme a su propia naturaleza, toma la iniciativa, nos busca, perdona y da vida plena. En el Nuevo Testamento, Jesucristo es la encarnación de ese amor (Jn. 3:16) y quién enseñó a sus discípulos que la marca que distingue a todo creyente era amar aún a sus enemigos (Mat. 5:43).
El eterno amor de Dios que se manifiesta a pesar de la condición humana pecaminosa excede nuestro entendimiento, por eso Pablo intercede reverentemente por nosotros delante del Padre en oración para que “seamos plenamente capaces de comprender la magnitud de ese amor” (Ef. 3:14-20). Pero nuestra limitación humana para entender ese don divino, también se hace evidente en nuestra incapacidad de amar a otros desinteresadamente despojándonos de todo orgullo y egoísmo. Por ello, se hace indispensable la presencia y obra del Espíritu en la vida del creyente para que podamos responder a la iniciativa del amor de Dios y vivir con libertad cristiana siendo puentes de reconciliación y dando testimonio de ese regalo supremo.
En la carta a los Gálatas, después de haber desarrollado el carácter teológico de su epístola, Pablo se enfoca en la sección ética haciendo mención que la verdadera libertad en Cristo no es una licencia para pecar sino una vida gobernada por el Espíritu “para servir por medio del amor” (Gál. 5:13-14). Esta sección práctica presenta un contraste entre las obras de la carne y el fruto del Espíritu como una evidencia irrefutable de esa auténtica libertad.
La vida llena del Espíritu empieza con el amor (Gál. 5: 22) que es la base para las posteriores virtudes. El amor genuino como resultado de la plenitud del Espíritu, no responde con rencor a la ofensa, ni con venganza a la maldad (1º Cor. 13). Es más que un sentimiento que se deja llevar por la intuición o la situación, sino un don divino que rompe el esquema retributivo del comportamiento humano.
Ese peregrinaje de una vida en el Espíritu incluye la humildad, la gratitud y la compasión. Humildad porque reconocemos que no merecemos el amor de Dios, gratitud porque celebramos la gracia que nos ha alcanzado y compasión porque vemos en el otro una oportunidad para servir y amar.
En un mundo egoísta e individualista mostrar el amor de Dios, incluyendo a nuestros enemigos y a los que se nos hace difícil amar, no es el resultado del esfuerzo humano sino de la obra de Espíritu que purifica nuestro corazón y nos convierte en canales de gracia. Amar es dar incondicionalmente sin esperar nada a cambio; es una entrega permanente y creciente porque la fuente que nos provee ese amor es inagotable.
Cuánta necesidad hay en nuestro mundo de ese tipo de amor que tiene su origen en Dios porque vivimos en un mundo de contrastes e injusticias donde los valores del Reino están invertidos. Aunque la palabra “amor” está instalada en el lenguaje y la cultura popular cuánta falta nos hace porque en nuestro mundo se canta al amor pero se actúa con odio e indiferencia y aunque se escriben lindos poemas a nombre del amor escasea la falta de perdón.
Por eso, nuestro llamado a buscar siempre lo mejor para los demás como fruto del amor divino que ha sido derramado en nuestro corazón es el mayor desafío frente a un mundo que demanda coherencia de los que creemos en Jesucristo. Una coherencia que da testimonio de integridad, de libertad auténtica, de transformación de vida, de cristianismo genuino.
“Que se amen los unos a los otros. Así como yo os he amado, también deben amarse los unos a los otros. De este modo todos sabrán que son mis discípulos, si se aman los unos a los otros” Juan 13:35, NVI.
Jorge Julca