Sábado y Domingo: En el Tumba y la Resurrección

Sábado y Domingo: En el Tumba y la Resurrección

Sábado y Domingo: En el Tumba y la Resurrección

Sábado

Los acontecimientos del sábado están registrados en Mateo 27:62-66

  • Guardias designados por Pilato vigilan la tumba.

Al día siguiente, después del día de la Preparación, los principales sacerdotes y fariseos fueron a Pilato. “Señor”, dijeron, “nos acordamos de que  mientras Él aún vivía, aquel engañador dijo: ‘después de tres días resucitaré’”. Mateo 27:62-63.

Domingo

Los acontecimientos del Domingo de Resurrección están registrados en Mateo 28:1-10, Marcos 16:1-8, Lucas 24:1-12 y Juan 20:1-18.

Después del sábado, al amanecer del primer día de la semana, María Magdalena y la otra María fueron a ver el sepulcro.

Sucedió que hubo un terremoto violento, porque un ángel del Señor bajó del cielo, se acercó al sepulcro, quito la piedra y se sentó sobre ella. Su aspecto era como el de un relámpago y su ropa era blanca como la nieve. Los guardias le tenían tanto miedo que temblaron y quedaron como muertos.

El Ángel dijo a las mujeres: “No tengan miedo, sé que ustedes buscan a Jesús, el que fue crucificado. No está aquí, pues ha resucitado, tal como dijo. Vengan a ver el lugar donde estaba. Luego vayan pronto a decirles a sus discípulos: “El se ha levantado de entre los muertos y va delante de ustedes a Galilea. Allí lo verán”.

Así que las asustadas mujeres se alejaron a toda prisa del sepulcro, pero muy alegres corrieron a dar la noticia a los discípulos. En eso Jesús les salió al encuentro y las saludó. “Saludos”, dijo. Ellas se acercaron, abrazaron sus pies y lo adoraron. No tengan miedo, dijo Jesús, vayan a decirles a mis hermanos que se dirijan a Galilea y allí me verán”.

 

La tumba vacía es el gran cuadro que tenemos en la mente el Domingo de Resurrección. Cuando la iglesia se reúne, nos regocijamos con los apóstoles y cristianos de todas las épocas y cantamos nuestros himnos de resurrección y victoria. Y escuchamos las grandes palabras: “Él no está aquí. ¡Él ha resucitado!”.

Pero vale la pena detenerse un momento para contemplar el hecho de que el Señor Jesús estaba “aquí”. Su cuerpo yació en la tumba de José de Arimatea durante todo ese día que ahora llamamos “Sábado Santo”. Para los cristianos, ese es el último día de Semana Santa. Ese es el día en que tradicionalmente la iglesia no se reúne. No se cantan himnos. El Sábado Santo es un día de silencio. Pero, ¿Qué significa que el cuerpo del Señor de la vida estuvo en el sepulcro todo ese día?

Esa pregunta podría llevar a algunos a pensar en esa frase desconcertante del Credo de los Apóstoles: “Descendió a los Infiernos”.

¿Descendió el Señor a los infiernos?

Como es bien sabido, el Credo de los Apóstoles no fue compuesto por los apóstoles. Se basa en el credo bautismal utilizado en Roma en los primeros siglos. Pero esa sentencia no fue finalmente aprobada hasta el siglo VIII, durante el reinado de Carlomagno.

¿Pero tiene alguna base en las Escrituras? Según 1 Pedro 3:18-19, Cristo fue “muerto en el cuerpo pero vivificado en el Espíritu, por el cual también fue y predicó a los espíritus encarcelados que desobedecieron hace mucho tiempo . . .” Esta era la raíz de la noción: del ‘Desgarrador del Infierno’, que se desarrolló en la Edad Media. La poesía y las pinturas medievales representan a Cristo liberando del Seol, el lugar de los muertos, a las almas justas del pasado.

La preciosa verdad que esto consagra es que la muerte de nuestro Señor en la cruz trajo salvación no solo a nosotros los que vivimos d.C. sino también a los fieles que vivieron antes de Cristo. La sangre de machos cabríos y toros puede haber limpiado ceremonialmente a los santos del Antiguo Testamento (Hebreos 9:13), pero no quitó los pecados (Hebreos 10:3). Sólo la sangre de Cristo, su ofrenda voluntaria incluso hasta la muerte, puede reconciliarnos con nuestro amoroso y santo Dios. Entonces de alguna manera, todos los pecados de todos los tiempos recayeron sobre sus hombros a través de su sacrificio, todo el pecado y el abuso de los siglos fue enfrentado.

Pero puede haber otra forma de pensar sobre esto.

Compartiendo nuestra muerte.

Recientemente se ha sugerido que pensemos en el hecho de que Jesús yaciera en la tumba como parte de su participación en nuestra muerte. ¡El cuerpo del Dios encarnado yacía muerto! Es demasiado fácil para nosotros cantar con soltura las grandes palabras de Charles Wesley: “¿Y puede ser . . . . que Tú, Dios mío, no mueras por mí?” ¿Pero realmente creemos que Dios murió? ¿Comprendemos el hecho de que su cuerpo era un cadáver que yacía en una tumba?

Por supuesto, decir con Wesley que Dios murió por nosotros no significa que el Dios eterno dejó de existir. Más bien significa que Dios el Hijo verdaderamente experimentó la muerte humana. Wesley canta en otro de sus himnos de “un Dios crucificado”.[1] Y seguramente, si hablamos de Dios encarnado, entonces también debemos hablar de Dios crucificado e incluso de Dios sepultado.

Es el entierro lo que nos hace comprender, como dolientes, la finalidad de la muerte. Pero es muy fácil para nosotros pasar por alto esto en el caso de Jesús porque conocemos el final de la historia. Sabemos que al día siguiente estaremos regocijándonos en su resurrección.

¿Podemos intentar adentrarnos imaginativamente en lo que sintieron sus discípulos aquel Sábado Santo? Sin excepción, debieron haber quedado devastados. No sólo se desvanecieron sus esperanzas de la restauración del reino, sino que aparentemente Jesús había sido expuesto como un falso mesías. Deben haber estado en lo más profundo de la depresión y la desesperación absoluta. La visión de pesadilla de su cuerpo lacerado, expuesto a las burlas de la multitud, debe haber llenado sus mentes durante todo ese día.

Rara vez nuestros medios de comunicación nos permiten ver todo el horror de las tragedias que sacuden nuestro mundo: los cuerpos de los asesinados en atrocidades terroristas o los niños mutilados y sangrantes sacados de los edificios bombardeados. Pero María y los discípulos de Jesús habían contemplado durante horas el puro horror de la cruz. Y ahora, en la tranquilidad del día de reposo que siguió, sus mentes aturdidas luchaban por hacer frente a la implicación de que todo había terminado.

La Desesperación del Sábado Santo

Sólo cuando contemplamos con ellos el horror de la cruz y nos adentramos tanto como podamos en la pura desesperanza y desesperación del Sábado Santo, podemos comenzar a comprender verdaderamente el gozoso impacto del Domingo de Pascua.

Con la muerte no se puede jugar. Cada doliente siente su dolor. Es la devastación y la pérdida de aquel a quien amamos tanto. Es la sensación de que el rostro y la voz tan queridos se han ido. Ya no volveremos a escuchar esas historias personales, esas opiniones familiares, esos chistes y comentarios tan queridos, esa visión única.

El Sábado Santo nos recuerda que Dios entró en ese dolor. Dios Hijo se sintió en la cruz abandonado por aquél a quien llamaba “Abba”. En ese oscuro día de reposo, su madre y sus amados discípulos creyeron que todo había terminado.

¡Por eso la mañana de Resurrección fue tan desconcertante! Tan solo la aparición del mismo Señor Resucitado les hizo comprender la realidad impensable, increíble, inverosímil: “Él no está aquí. ¡Él ha Resucitado!”

La Alegría del Día de Resurrección

Es al compartir la desesperación del Sábado Santo que podemos entrar plenamente en la alegría del Domingo de Resurrección. Es porque hemos llorado a nuestros seres queridos que el día de Resurrección tiene tanto significado para nosotros. La fe cristiana no es creer en un cuento de hadas. No se trata de un optimismo fácil que va en contra de la realidad.

Más bien, es precisamente porque compartió nuestra muerte humana en su forma más espantosa y repelente que podemos estar seguros de que aunque muramos, compartiremos su vida eterna.

Así pues, la alegría de la Resurrección no es eludir la realidad: es enfrentarla. Es una anticipación alegre y confiada. Sabemos que los poderes del infierno están actuando en nuestro mundo actual, donde el mal prevalece. Pero “¡Él ha Resucitado!” El Señor Resucitado está ahora en presencia del Padre. Y desde allí nos ha enviado su Espíritu Santo para que participemos desde ya de su victoria.

Por lo tanto, es en el poder del Espíritu que cantamos el día de Resurrección:

Vana la piedra, el guardia, el sello;

Cristo ha roto las puertas del infierno;

La muerte en vano prohíbe su resurrección;

Cristo ha abierto el paraíso.

 

Vive otra vez nuestro glorioso rey;

¿Dónde oh muerte, está ahora tu aguijón?

El murió una vez para salvar a nuestras almas.

¿Dónde está tu victoria, sepulcro jactancios0?[2]

 

La tumba de José de Arimatea, donde yacía el cuerpo de Jesús ese día sábado, está vacía. Y porque Él ha resucitado, sabemos que nosotros también resucitaremos.

¡Pero gracias a Dios que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo! (1 Corintios 15:57)

T.A. Noble es profesor investigador de teología el Seminario Teológico Nazareno, Kansas City, e investigador principal de Teología en la Universidad Teológica Nazarena en Manchester.

 

[1] “Tú, Pastor de Israel y mío”, Himno 137 en Himnario Wesley, Lillenas, 1963.

[2] “Cristo el Señor ha resucitado hoy”, (Christ the Lord is risen today) Himno 95 en Himnario Wesley, Lillenas, 1963.

 

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