El libro de quejas de Dios

El libro de quejas de Dios

El libro de quejas de Dios

Hace unos años atrás, una empresa de televisión latinoamericana tenía un segmento muy curioso dentro de un programa de noticias.  Colocaban un cartel en una acera en plena ciudad que decía: “QUÉJESE AQUÏ”.  Detrás del cartel un micrófono.  La televisora le daba oportunidad a cualquier ciudadano o ciudadana a que -con solo decir su nombre completo- pudiera quejarse de lo que le viniera en gana.  Las razones para las quejas eran tan variadas como la imaginación de la gente: desde vendedores ambulantes que protestaban por la poca venta de lotería hasta quejas generales sobre el gobierno.  Allí no había soluciones.  Sólo resentimiento y frustración.

Luego, inteligentemente la empresa cambió por el segmento “Estamos de su lado”.  Las necesidades eran puntuales y bien documentadas.  Se proponían alternativas para terminar con los problemas que eran muy concretos.  Baches inmemoriales en las calles, basureros en terrenos públicos y a cielo abierto, aguas residuales sin tratar, constantes cortes de agua en cierto barrio, y una lista interminable.   Los periodistas del canal recorrían  las municipalidades, ministerios públicos u otras oficinas quienes eran responsables de ofrecer soluciones y comprometían a dichas organizaciones a un plazo para resolver el tema en cuestión.  Mejor así ¿verdad?

En su libro “Jesucristo el Señor” (Logos. Buenos Aires: 1994) el pastor Jorge Himitián, plantea que mientras que la alabanza es el idioma del reino de la luz, la queja es el idioma del reino de las tinieblas.  Si Moisés, como “gerente de proyecto” del Éxodo hubiera tenido físicamente un libro de quejas, las páginas no le hubiesen alcanzado.  De tanto en tanto su paciencia parecía agotarse con un pueblo insoportable, pero intercedía ante el dueño de la empresa y los reclamos eran escuchados y resueltos.

En el caso de este capítulo, parecían preferir las comidas de la esclavitud en Egipto a depender de la provisión de Dios en libertad. 

              Ahora, no podemos ser tan duros con el pueblo hebreo. Quizá muchos de nosotros nos hubiéramos quejado también.  Enfrentaban muchas limitaciones en el desierto. Quizá creían que su viaje iba a ser más corto. No entendían su rol en la historia, ni podían ver el cuadro completo. No tenían la Palabra escrita que los fortaleciera. No conocían realmente a Dios de primera mano cómo Moisés, y por lo tanto no habían desarrollado la fe de su líder.  Y así podemos continuar la lista.

Al otro lado, sin embargo, este pueblo había vivido el milagro del cruce del Mar Rojo, y había abandonado la esclavitud de Egipto por la “mano poderosa  de Jehová” (Dt. 6:21). La nube y la columna de fuego los habían guiado y protegido (Ex. 13: 21- 22). ¿Por qué no creer ahora que el maná y las codornices los habrían de alimentar (Ex. 16), y aguas milagrosas iban a brotar de las piedras? (Ex. 17).  Parecían haber perdido la memoria.

En nuestros días, con dolor debemos confesar que vivimos un evangelio sin memoria. Hay un desconocimiento y una apatía por el pasado alarmante. No nos interesa escuchar acerca de lo que sucedió ayer. Se olvidan los grandes avivamientos de la historia de la iglesia como se olvidan las noticias de la semana pasada. Se ignoran las vidas de los héroes de la fe que nos precedieron de la misma manera que se ignoran las canas de nuestros mayores en un autobús lleno de gente.          

Había un gran peligro en la pérdida de la memoria para el pueblo de Israel (Dt.8: 11-20), y también un gran peligro en la pérdida de nuestra memoria. Cuando olvidamos de dónde nos sacó el Señor, de lo que éramos antes de conocerle, de la esclavitud en la que vivíamos, del pozo en que nos encontrábamos y también cuando olvidamos de qué manera nos rescató, muriendo en cruz, el peligro es que rápidamente podemos comenzar a escribir en el libro de quejas.

En el espacio ¡Quéjese aquí! Que mencioné antes, me llamó la atención un hombre que al tomar el micrófono dijo algo menos así: “Yo no me quejo de nada, más bien doy gracias a Dios por la dicha de vivir en este hermoso país”. ¡Qué diferencia!

¡Que nuestro idioma sea siempre el de la gratitud y la alabanza a nuestro Dios por tanta gracia inmerecida! ¡A Él sea la gloria y el honor por siempre!

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